viernes, 13 de agosto de 2010

La llama de Candela

Una noche tuve un sueño, muy real...

Resulta que desperté (dentro del sueño) y sabía que tenía algo importante que hacer, estaba desesperada por cumplir una tarea de prisa. Salí de mi habitación, arreglada como comúnmente lo hago para ir a la universidad. Llevaba unos jeans, una camiseta de Jim Morrison y unas sandalias color café. Bajé y tomé mi bolsa de un sofá; que por cierto no era el mío, pues aunque desperté en mi cuarto, todo lo demás que había cuando salí de él no se parecía en nada a mi casa; este mueble era amarillo fuerte, como la yema de un huevo, tenía cojines de piel de cebra y sobre él estaba mi bolsa café de cuero, me la crucé y salí por la ventana, pues parecía que no quería que nadie se enterara que me iba. En vez de aparecer en la calle de mi barrio, al salir, me encontré en el parqueo de una gasolinera, la ventana cerrada no estaba frente a mí, sino una puerta de vidrio de ésas de HALE/EMPUJE.

Caminé para el frente, llegué a la acera y paré un taxi. El viejo que manejaba era gordo y le estaba creciendo la barba, de modo que la mitad de la cara se le veía verde, llevaba una camisa de botones con los primeros 3 desabrochados exponiendo el pelo del pecho en la abertura, también tenía marcas de sudor debajo de los brazos, aunque era de noche y no hacía calor. Yo le di una dirección incierta, no me escuché pronunciar palabra al inclinarme frente al conductor, sin embargo él respondió algo como –Sí, Casa Criolla que le llaman. 50 la vua llevar-- No dije nada y me senté en el asiento de atrás. En cuanto subí, la velocidad en que transcurrían las imágenes se ralentizó, como si el carro viajara a vuelta de rueda y también en la calle las cosas sucedieran más despacio.

El camino que tomó el chofer era desconocido, pasamos por una gran baranda de madera vieja que recorría todo el camino, donde se asomaban de cuando en cuando cabezas de niños pequeños con sucias cabelleras. De repente, sobre la baranda surgieron unos grandes ojos con una mirada pueril, poco a poco fue ascendiendo ese rostro hasta que dejó ver una pícara sonrisa, se levantaron al mismo tiempo dos manitas llenas de grasa con las uñas largas y mugrientas y en ellas cargaban un globo rojo lleno de agua. Entonces, sin razón, esas manitas soltaron el globo que explotó sobre el parabrisas delantero del taxi ¡Splash!¡Splosh! Lo vi reventarse con total claridad. El agua me pringó la cara y mojó los asientos delanteros como si atravesara el vidrio, aunque el taxista no recibió ni una gota, continuó sucio y caluroso, sin siquiera parpadear. Y así regresó la velocidad del tiempo. Ahora el carro iba a 100 km/h. Pasamos una callejuela adoquinada y llegamos al Parque Central, me bajé y el automóvil se perdió de mi vista corriendo a toda celeridad. Sabía perfectamente adónde dirigirme. Caminé como si fuera hacia El Congreso, pero ahí existía ahora una gran bodega, un edificio cuadrado como una caja con un sin número de ventanas que a su vez tenían un sin número de celosías. No tenía puerta así que entré por la ventana (imagino que quité algunas celosías) tuve que agacharme para entrar y cuando me incorporé estaba dentro de una majestuosa sala redonda, llena de dibujos de santos irreconocibles por todos lados; un mural sin límites donde se confundían el techo y las paredes. El piso de baldosas azul marino brillaba tanto que parecía que caminaba sobre agua, inclusive se sentía como si nadaran animales debajo de mis pies y en cualquier momento romperían la loza para hacer piruetas y volver a caer. Yo caminaba con sigilo, como si el suelo fuera hielo débil.

Ahí dentro no había nadie, no había nada, así que abrí mi bolsa con mucho cuidado, y mientras llegaba a apoyarme en la pared pintada con rostros de mártires inexistentes, saqué un cigarro. Lo encendí y lo fumé. Mientras exhalaba humo, la sala fue iluminada, el piso no perdía brillo pero cambiaba de color, se volvía blanco hueso y podía ver la luz atravesar la sala como si amaneciese afuera. La capilla redonda no tenía ventanas por dentro (Pues por fuera era una bodega cuadrada con muchas ventanas, por una de las cuales entré yo) así que no entiendo cómo se coló la luz… Entonces, con el amanecer lo pude ver:
Este hombre estaba tendido sobre el piso, morado, hinchado y con la piel reventada como un cadáver que se ha podrido bajo el sol. Tenía la ropa hecha girones y la boca abierta, sus dientes eran pequeños y sus encillas grandes, sus ojos estaban entrecerrados y podía contar los vasos sanguíneos en ellos. No sentí olor a putrefacción, aunque me acerqué demasiado, tampoco sentí miedo alguno, yo sabía que el hombre estaría ahí, es más sabía qué la tarea que me hizo despertar tenía que ver con ese cuerpo. De modo que saqué de mi bolsa un bote de alcohol etílico, lo rocié sobre el cadáver y le tiré un fósforo. No sé cuál es la probabilidad de que un cuerpo humano encienda en llamas con alcohol etílico, pero ése sí lo hizo. Observé cuidadosamente cómo se quemaba, lo escuché crepitar como si estuviera relleno de paja seca y me calenté con el calor del fuego. Raramente me sentía tranquila, aliviada de haber cumplido con mi deber.

El fuego no tardó en extinguirlo todo, la llamarada cada vez se iba volviendo más pequeña y el hombre se iba encogiendo con ella, hasta que no quedó más que un fulgorcito como de candela. No dejó cenizas, el sujeto de 1 metro 70 centímetros se consumió sin dejar rastro. Tomé la pequeña velita y escuché mi voz en mi cabeza diciendo –El alma se guarda, la compran por 500 pesos en el Zonal Belén- La metí en mi billetera. Después despegué como cohete, rompí el techo de la capilla circular y salí hacia el desierto, aterricé. Choqué con mis sandalias contra la arena caliente y sentí el aire vaporoso latigarme la cara. –Tengo que buscar el bus de La Isla- escuché en mi cabeza. Y caminé mientras mis pies se hundían en la tierra hirviente.

Salí a la calle. Me paré al lado de un letrero de “BUS STOP” por un lado y “NIÑOS CRUZANDO” por el otro, tomé el tubo y me quemé la mano. Ahí esperé hasta que paró el autobús. “Mercado/La Isla” decía el rótulo de enfrente así que subí y me senté en el tercer asiento de la fila derecha, de todos modos el transporte estaba vacío, sólo éramos el busero, el cobrador y yo. El segundo que mencioné venía golpeando los asientos con una vara, los golpeaba de frente cuando se dirigía a la parte posterior del bus, salía por la puerta trasera, después con el automóvil en marcha volvía a subir por la misma puerta para golpear los asientos por detrás y salir así por la puerta delantera. Esto lo hizo durante todo el viaje, respetando el asiento en el que yo me senté. Nunca me cobró, ni siquiera me miró en todo el tiempo en que estuve ahí, mas cuando bajé de la máquina, me dijo –Se le quemó la cartera, Tita- Miré mi bolsa con curiosidad, un hoyito del tamaño de un cincuenta se abría en el cuero. Corrí el zíper y busqué lo que había quemado la cartera, saqué la billetera y ésta también tenía un agujero del mismo tamaño; el alma del hombre las quemó.

No encontré la pequeña velita en ninguna parte, pensé que la vería flotar por el aire y podría alcanzarla para guardarla, pero no estaba. Caminé a lo largo de la calle, siguiendo la línea de malla metálica que separaba el desierto del cemento. En un momento recuerdo haber visto hacia abajo y encontrar la parte donde se separaba la calle del arenal, y supe que debajo de la arena también había pavimento. Seguí caminando y nunca encontré la pequeña velita flotante, así que me senté en el borde de la acera a llorar, entendí que no iba a conseguir mis 500 pesos en el Zonal Belén por haber quemado a un hombre que a saber quién había matado.

Sucedió mientras lloraba que escuché un estruendo, algo gigantesco, muy pesado, con un chirrido metálico estrepitoso se arrastraba por el concreto. Entonces lo vi pasar frente a mí, deslizándose mientras desprendía grandes cantidades de asfalto que se iban haciendo un montículo en el frente: Un avión con la inscripción “CAMOSA” había caído a tierra. Recogí mis pies hasta pegar las rodillas en el pecho para esquivar semejante artefacto. Una nube de polvo me cubrió como cuando se levanta el mar, dejándome la cara cubierta de polvo, mucho más en las mejillas que estaban mojadas por las lágrimas. Al bajar la polvareda me levanté sacudí mi pelo y mi camisa y me dirigí a observar el accidente.

Moví las manos simulando un abanico-aleteo, para apartar el polvo, increíblemente ya no había avión en la carretera, inclusive no había arenal ni pavimento, me encontraba frente a un titánico muro de aluminio. Pegue la oreja al metal, sin razón aparente, sabía que tenía que escuchar lo que sucedía al otro lado. Distinguí el sonido la dinamita ¡Boom! ¡Bam! ¡Crash! ¡Crush! Destruyendo subsuelos y estallando madera en miles de minúsculos pedacitos. Junté mucho más la oreja, suponía que apretujándome podría pasar al otro lado, esperaba con toda el alma que en algún momento mi cuerpo iba a traspasar el metal. Eso aguardé escuhando la evolución de los sonidos al otro lado durante horas y horas. No tranmuté. Seguí sólida, pegada al latón.

…Y me di cuenta. Lo que sonaba al otro lado no era dinamita, era un crepitar, eran las pequeñas explosiones de corpúsculos en el fuego, lo supe. El metal comenzó a calentarse y a enrojecerse como fierro, y me quedé pegada, derritiéndome como margarina en la sartén. Miré como se deshacía mi cara y mis manos, una a una mis uñas se despegaban de mis dedos, mi pelo se caía y se achicharraba en la atmósfera caliente, sentí la piel de mis cachetes balancearse cerca de mis hombros, vi rodar uno de mis globos oculares cerca de la suela de mis sandalias. Poco a poco todo mi cuerpo se fue evaporando, lo escuché crepitar como si estuviera relleno de paja seca. Aún era consciente cuando faltaba poco para que me consumiera, sin embargo, las cosas ya no sucedían desde mi perspectiva, me había convertido en un espectador. Sabía que era yo quien se calcinaba lentamente, pero ya no observaba desde adentro. Y una vez que me extinguí por completo, surgió de la marea plateada de masa derretida: Una pequeña llamita, como el fuego de una candela. Y sólo entonces sentí un dolor intrincando, insoportable en la planta del pie. Desperté, sin sobresaltos, empapada de sudor en una noche calurosa de Semana Santa.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¡algunos de esos lugares son los que hemos visitado ultimamente! hahaha ya ni me acuerdo que te iva a poner pero cuando este en mi compu lo leo de nuevo y te comento algo bueno

Anónimo dijo...

ahi decis que el hombre asaber quien lo mato,, vos lo matastes muchacha!! imaginate en tus sueños mas profundos sos una asesina, jajajaja,,, q bien describistes los lugares, los momentos y las personas papona,, me los imagine bien.

SYLVITA dijo...

Que sueños los tuyos Nancy, pero me llama la atención los lugares que concuerdan con los que hoy(15/08/10) he visto estar en problemas, eso es más raro todavia... En fin, lo que te digo es cierto acerca de lo que escribes, ya veo los créditos me los imagino si algún día ocupas un manager ya sabés =)...saluditos

jorge dijo...

a eso no le busques psicologia por favor
porque como psicologa sos espectadora d tu paciente
si significa algo para vos buscale un lado difente
como sino t hubiera pasado a vos
pero como si tampoco lo estuvieras viendo pasar

Solsticio dijo...

Estuvo bueno.

Anónimo dijo...

dice Zadok Rabinwitz que Los sueños de un hombre son índice de su grandeza que buen escrito el que hiciste s segui soñando.Que vas a seguir escribiendo bien aunque de vos no se necesita un sueño solo imaginar, observar y relatar

Anónimo dijo...
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SYLVITA dijo...

Anónimo: Es exáctamente lo que pienso de la futura escritora, aunque ella no me lo crea...